LA MADRE
(monólogo del silencio)


Amaia Vega Díez
amaiavega@yahoo.es

Café Bar Bilbao

"Kafe Bilbao"
I Premio de Guiones de Teatro breve.

           
             
Una mujer de unos sesenta años está sentada en una silla de madera con la cabeza baja. Lleva el pelo corto y viste una típica bata estampada, algo vieja. Al fondo  vemos una sábana blanca tendida de una cuerda. Comienza a sonar muy bajito música de percusión: tambores, txalaparta etc., y el sonido va aumentando progresivamente hasta producir una sensación de agobio e incomodidad. Cesa de pronto la música, la mujer levanta la cabeza y comienza a hablar muy despacio.

Mujer

            Ellos me pidieron que hablara. Con sonrisas amables me pidieron que hablara. Hablé de cosas que recordaba y también de cosas que había olvidado. Qué magia la de las palabras. (Cerrando los ojos y tapándose las orejas con las manos) Qué odio el de los silbidos de los enemigos. Qué odio el de los silbidos de los enemigos. (Vuelve a sonar la misma música, alta, agobiante, y al cabo de uno o dos minutos cesa de nuevo. La mujer, entonces, comienza a hablar en un tono tranquilo

            Siete horas tardó en nacer. Yo era una mujer valiente, más antes que ahora. Pero sí, entonces era valiente, perseverante, fuerte, (cerrando los puños un instante) con los puños cerrados. Aquello era mío. Mi obra. Era la lucha por la vida, el dolor en mis vísceras. Una piensa que nunca acaba, que el sufrimiento nunca acaba, que siempre queda más... Y hasta puede que tenga razón. Pero yo nunca renuncié. A pesar de que pude plantarme allí mismo y morir. O incluso matar. Las fuerzas se guardan dentro de los puños cerrados (volviendo a cerrar los puños y mirando hacia arriba, hacia un cielo imaginario), pero no salen volando como mariposas, se trasmiten por las venas, por la sangre. (Baja la cabeza y mira al público) Así es como una deja poco a poco de ser mujer y comienza a ser madre. Es la historia de siempre, el trasvase de sangre, por los siglos de los siglos. (Pausa)

            Cómo se quiere a un hijo, cuando lo tienes en tu regazo y él llora y llora y tú lloras. Un amor que dura toda la vida. No hay fracaso que no lo tape el amor de una madre. (Pausa) A mí me dijeron que podía ser yo sola, algo así como un ser independiente y pleno. (Gritando) ¡Mentiras! Qué sabrán ellos... (Irónicamente) Una mujer con sus propios deseos y sus propios razonamientos y que puede decir no cuando su corazón dice sí. (Con la voz más apagada) Chorradas. (Pausa

            Él era bueno, casi nunca lloraba por las noches. Era un bebé tranquilo, de los que no dan guerra. Es verdad que después de dar a luz una está agotada, te apetece sólo descansar, dormir y estirar las piernas.. Pero las circunstancias no ayudan, claro, porque los niños hacen que el trabajo se multiplique por diez. Pero el amor que puedes ofrecer también se multiplica por diez. (Pausa) Aún así, ya digo que lloraba lo justo y comía bien. Le dí pecho hasta los once meses y no lo llevé al médico, así, de urgencia, ni una sola vez en todo ese tiempo. (Con ternura) Estaba gordete que daba gusto, con un color rosado en las mejillas y risueño como era: el niño perfecto para una fotografía de estudio. (Pausa. Recordando idílicamente. Luego vuelve a cambiar la expresión de su rostro y se centra de nuevo en el monólogo) Cuando le fueron asomando los dientes comenzaron las pataletas más o menos de continuo. Al principio no sabes muy bien cuándo se trata de dolor, cuándo de hambre o cuándo de frío. Así que le tapaba con una manta, le ponía el tete o le acercaba el pecho, y casi siempre se calmaba. (Pausa. Se levanta y comienza a andar despacio por el escenario mientras sigue hablando pero con un tono de voz más distante, como si estuviera pensando en otra cosa) Ahora me gustaría mirarlo a los ojos, abrazarlo, arroparlo con mi cuerpo y no sentir vergüenza ,(Se abraza a sí misma y cierra los ojos) decirle que todo está bien, que se tranquilice, que mamá  está a su lado, a su lado para siempre... (Se abraza a sí misma con más fuerza y comienza a sollozar, al principio entrecortadamente, pero luego el llanto brota de una forma natural ,y se va agachando hasta quedarse de rodillas. Alzando las manos y la cabeza hacia el cielo) ¿Dónde te fuiste, hijo? ¿Por qué le dejaste así a tu madre? ¡Sola! (Baja las manos y la cabeza y vuelve a la posición replegada de antes) Sin comprender nada. Sin comprender. Sin comprender.

             (Después de una pausa, comienza a sonar una música instrumental tranquila, que invite al sosiego y a la recuperación de la  tranquilidad. La mujer se levanta poco a poco y se vuelve a sentar en la silla. Se seca las lágrimas y después prosigue su relato)

             El miedo es como un reloj de arena, una vez puesto en marcha los granos se trasladan de una estancia a otra. Caen. Como las gotas de lluvia caen y son absorbidas por la tierra. Tierra húmeda que luego se secará hasta que de nuevo vengan las lluvias. (Pausa) El miedo es también una pelota de ping pong. De cualquier color. (Pausa) El miedo es el río que todo lo arrastra, el delta contaminado, la orilla erosionada, el falso suelo que nos hace precipitarnos y caer. (Pausa)

             A él le asustaban las cosas normales: la oscuridad, el ruido de los fuegos artificiales, los hombres mayores con barba larga, los perros, el camión de la basura. Eso de niño. Lloró mucho cuando dejó de dormir con nosotros en la habitación y todavía más cuando despertaba y todo era de color negro y no veía por ninguna parte la luz de la lamparilla de noche. Y los ruidos, no sólo el de los cohetes, cualquier tipo de ruido, así, alto y repetitivo. Ruidoso. (Pausa) Los perros. También los perros. (Se levanta de la silla y comienza a pasear por el escenario, pensativa, tranquila. Sigue hablando)

             El silencio guarda, callan los ojos cuando miran al infinito. Callan, escondidos tras un velo. (Pausa) A mí me daba miedo el silencio, la ausencia de sonido.  Ni una tos.(Quejándose) ¡Dios! Tanta tensión... Yo misma no sabía qué decir, y es que en ese momento sólo el silencio era real y cualquier otra cosa hubiera sido inoportuna.

             La inmovilidad del cuerpo. La inmovilidad de las cuerdas vocales, cuando no vibran, cuando no bailan. Todos mudos. (Vuelve a sentarse y, tras quedarse pensativa un momento, retoma su relato).

            Yo tenía a mi madre enferma en casa, un problema de cadera de los gordos. Ella en la cama y yo en todos los sitios, de un lado para otro, pendiente del niño, del marido y de ella. Yo no me canso nunca, las mujeres de mi época no nos cansamos nunca de ese tipo de cosas. Pero aquella vez estuve muy cerca del límite. Mi marido se fue al paro de repente, la empresa andaba mal hacía tiempo, pero él pensaba que se iba a salvar por lo de la antigüedad y todo eso. Solía decir: (Caricaturizándole) los primeros que van a la calle los más jóvenes, es ley de vida. Pues cambió la ley y cambió la vida y los de la empresa se quedaron con mozos de veinte años para hacer tornillos, aunque éstos también acabaron en la cuneta. Pero no es lo mismo tener veinte años que haber cumplido los cuarenta, y como está el mundo, además. (Pausa) Se juntó todo, mi madre enferma y venga a protestar, el niño pequeño, con sólo cuatro o cinco años. Y mi marido en casa, todo el día jodiendo y explicándome cosas de derechos que yo no entendía, y el muy cabrón se enfadaba por mi cara de pasmada. (Pensativa) Un día recuerdo que llegó muy tarde a comer, era un sábado o un domingo porque el niño no tenía colegio. Yo había estado toda la mañana aseando a mi madre por partes y gritando al crío para que me dejara hacer. Y luego la comida y la bronca de siempre, y mi marido que aparece cuando ya había empezado el telediario. ¡Joder! (Cerrando los ojos,  ladeando la cabeza y mordiéndose un poco los labios, como lamentándose), se me ocurrió decirle que ya estaba bien, que mirase la hora que era. (Pausa) PLAF. Golpe seco. (Ahora abre los ojos, mira fijamente al público y habla despacio) El primero desde que lo conocía. En vez de mirarle a él, yo le miré a mi hijo. Su bragueta se empezó a oscurecer hasta que las gotas de pis comenzaron a caerle por las rodillas. Lo cogí en brazos y me lo llevé al cuarto para cambiarle. (Pausa) Silencio absoluto. Durante toda la tarde no se oyó ni una palabra en toda la casa. (Pausa)

             Vivíamos en un barrio de color gris. Las fábricas estaban cerca y el humo de sus chimeneas había ido poco a poco matando el color de las fachadas. Éramos un barrio obrero, aunque hoy en día eso no signifique nada. No sé, el mercado era un mercado, con sus olores, gritos y regateos. Las calles eran estrechas y muy cuesta arriba. Recuerdo que algunas señoras mayores tenían que parar un par de veces para coger aire antes de llegar a la panadería de la esquina. (Sonríe y se centra en su recuerdo) La panadera, la señora María, ¡qué mujer! Era panadera desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche. Viuda ella, que el marido se le mató en una obra bien joven, que sólo tenían una hija. Gracias a  Dios, me decía a mí, que, ya de tocarme la desgracia, me tocó pronto, porque si me llega a dejar con cuatro o cinco churumbeles me hubiese acordado más de él, pero no para bien ni para rezos. (Asintiendo) Era buena, nunca hablaba mal de nadie y tenía la risa fácil, así, la risa tonta que es contagiosa y te da y no paras. Por lo menos se tomaba la vida a risa, que ya es bastante para lo que tuvo que pasar al principio (Pausa) Al niño de vez en cuando le regalaba galletas de chocolate o barquillos de los que no podía vender porque estaban rotos. Ella fue quien nos consiguió de prestado el traje de la primera comunión. Joder, eran caros, y no nos podíamos permitir pagar tanto dinero para un sólo día (Pausa.Recordando)  Él estaba contento: blanco, azul y dorado, parecía un pequeño príncipe con el cuerpo recto y la mirada pura. Para él fue un día muy feliz, jamás había visto tantos juguetes juntos en sus manos. Al principio los tocaba con cautela, como con miedo a que se rompieran. Luego fue haciéndose a la idea de que eran de él. (Pausa) Yo también fui feliz al observarle. Mi niño, que nunca había tenido muchos juguetes, se merecía que llegase un día y ¡TAS!, todo para él, para que lo disfrutara a su antojo. (Pausa) Él no me hacía caso, rehuía de mí cuando le decía que se pusiera bien el cuello y que se echara el pelo hacia un lado. Era el rey de la fiesta y corría con sus primos por entre las mesas y nadie los reñía sino que todo eran sonrisas. Los mayores querían hacerse fotos a su lado y le llenaban los bolsillos de monedas de veinte duros brillantes como el oro. (Se levanta de la silla y camina por el escenario mientras sigue hablando)

             Luego pasó, todo pasa. Los días mágicos se vuelven recuerdos. O sueños. Las madres reinventamos tantas cosas. Maquillamos un poco los recuerdos, sobre todo los que tienen que ver con nuestros hijos. Al menos eso nos está permitido. (Pausa)

             Al día siguiente de la comunión llovió mucho. La primavera había perdonado bastante hasta ese momento. Pero se cobró todo en un día, todo abril se lo cobró a ese domingo de mayo. El niño se levantó tarde, después del mediodía, con la resaca de la fiesta. Comió una sopa caliente, cómo lo recuerdo, parece que lo estoy viendo. Sopa de garbanzos. Pero se empezó a encontrar mal, con el estómago revuelto, y se acostó en el sofá. Seguramente la culpa era de todos los helados que se había comido el día anterior, pero no le dije nada. Tumbado en el sofá, bien tapado con una manta de cuadros, yo le observaba de reojo mientras dormitaba. Y pensé que qué poco le había durado la gloria. ( Pausa. Vuelve a sentarse)        

             En el colegio sacaba buenas notas, era un niño aplicado, pero es que yo estaba muy encima de él para que hiciese los deberes antes de salir un rato a la calle. Al principio no había que insistirle mucho, pero ya a partir de 6º ó 7º de EGB las cosas se empezaron a torcer. Claro, también es verdad que tenía que aprenderse más lecciones y que ya no era suficiente con dedicarle veinte minutos al día, pero a él se le veía que había perdido el interés. Siempre había hecho los problemas y todo eso en la mesa del comedor, mientras yo cosía o leía alguna revista. Y de pronto le dio por encerrarse en su cuarto, con la puerta trancada. Me decía que necesitaba estar solo para aprenderse de memoria los temas, pero yo sabía muy bien que sólo abría los libros la víspera de los exámenes. (Encogiendo los hombros) ¿Qué le iba a decir yo? (Pensativa, con voz profunda) Él conmigo siempre fue de bueno, pensaba que no me enteraba de la cosas. Pero las madres sabemos mucho, mucho más de lo que la gente piensa. Yo sabía que me mentía porque hablaba más con los ojos que con la boca, pero le ofendía mucho que le acusara de mentiroso. (Pausa) A mí siempre me esquivaba. En el fondo creo que se sentía mal cuando me mentía, como culpable. Con mi marido, sin embargo, era todo lo contrario, le contestaba siempre, se enfrentaba a él. Yo nunca fui demasiado estricta, pero su padre sí, a base de hostias y de gritos, en ese orden.  niño de pequeño era callado, pero a los trece o catorce años se le despertó el bozarrón y, claro, chocaban. Nunca estaba conforme con nada, ni con la comida ni con el dinero que le dábamos los fines de semana ni con los horarios...; todo eran quejas. (Pausa) Los castigos no funcionaban. Además, a mí me daba pena y le cubría muchas veces, le dejaba salir un rato cuando su padre iba a echar la partida. Y ahora pienso que tal vez hice mal, porque se convirtió en un chico sin disciplina. Eso es lo que me decía su tutora en el instituto. Una chica muy joven pero que sabía muy bien lo que hablaba, no creo yo que le gustase criticar así sin más. (Pausa) En los estudios fue de mal en peor. El primer año de instituto estuvo todo el verano en clases particulares, pero cuando llegó septiembre y no aprobó ni una mi marido dijo que ni hablar, que él no se iba a gastar el dinero en vagos desagradecidos y que si no quería estudiar se pusiese a trabajar. Yo le convencí para que lo intentase de nuevo, pero la suerte ya estaba echada y en menos de un año empezó a trabajar de peón en una obra donde un conocido de la familia estaba de encargado. (Pausa) Estuvo un par de años allí y luego lo cogieron en una empresa de muebles para cargar y descargar cajas. A mí todos los meses me daba treinta y cinco mil pesetas para colaborar en los gastos de la casa. El resto del sueldo él se lo gastaba en lo que quería, ropa y vicios, yo nunca le dije nada. A los diecinueve años se sacó el carné de concucir y se compró un coche de segunda mano.  (Pausa. Cierra los ojos un momento y se lleva las manos a la boca, lamentándose)Dios mío, todo parecía tan normal... Seguía siendo un chico muy suyo, pero ya no guerreaba tanto con su padre. A mí me daba pena que no hubiese estudiado una carrera, pero hay que reconocer que trabajando se volvió más responsable. Los fines de semana sí, llegaba tarde a casa, como hace ahora la juventud, pero al trabajo siempre a la hora. Y, ¿entonces?  (Encogiendo los hombros y con voz agresiva), ¿qué coño pasó entonces?, me pregunto siempre. Las ilusiones se van al carajo, a la mierda. Lo que una cree mejor para sus hijos, no es lo mejor, no lo eligen. De nada sirve poner todo en bandeja si no hay ganas de comer, ¿no? (Calmando el tono de su voz) El caso es que después de mil disgustos, y cuando ya empiezas a dormir tranquila y hasta tu marido se ha suavizado..., joder. No voy a decir que yo era feliz, feliz, lo que se dice feliz, pero los malos tiempos habían quedado atrás, o eso parecía. (Gritando) ¡ Y una mierda! Ves, ves, ahora sí puedo decir esas palabras feas. No te jode. Total, ¿de qué sirve hablar bien?; o, ¿de qué sirve que hablen bien de ti? Treinta años hablando bien de ti y luego, luego... (Baja la cabeza y comienza a sollozar. Va derrumbándose poco a poco mientras habla) Luego ellos fueron los peores, ellas, sobre todo ellas, las mujeres del mercado, las vecinas, sólo una se salvó de ese odio tan puro, tan real, tan espontáneo. Sólo una cerró la boca, no fue capaz de decir nada. ¿Qué era su silencio? ¿Cómo interpretarlo? ¿Cómo? (Pausa. Tapándose las orejas y elevando la voz aunque sin llegar a gritar enérgicamente) Salí del portal y me llovieron los insultos, los gritos, los reproches. La policía me metió en el coche, me empujaron dentro del coche. Me llevaron al infierno. Al infierno. (Pausa. Se levanta y comienza a hablar lentamente, con una voz turbada, como si estuviera un poco ida) En el infierno no había llamas, eran todo luces, luces directas a la cara, luces que te hacen transparente. ¿La verdad? ¿La verdad es transparente? ¿Qué querían saber? ¿Qué pretendían? Y, ¿el niño?, ¿dónde estaba el niño? Lloré, ¡DIOS!, cómo lloré. Era verdad. ¿La verdad es, era transparente? Delante de mis ojos sus ojos, me miró, una vez, y ya nunca más. No pudo. Sus pestañas, yo miraba sus pestañas. Parpadeaba. La infinita vergüenza de estar allí, de mirar sus pestañas, de buscar sus ojos insistentemente.No había palabras, el silencio otra vez, como un volcán de miedo y de dolor. (Comienza a sonar muy bajito la misma música que al principio; el volumen irá aumentando progresivamente. Sobre la sábana blanca que está colgada en el escenario se proyecta una diapositiva con la imagen de una chica tirada en el suelo de un descampado, semi-desnuda, ensangrentada, muerta. La mujer habla ahora gritando y mirando la imagen mientras se golpea las rodillas con los puños en señal de rabia e impotencia) UN VOLCÁN DE SANGRE, DE HORROR, DE TIERRA MOJADA SOBRE EL CUERPO MUERTO. VIOLADA, ASESINADA. SUS OJOS NO HABLARON, NO ME HABLARON, SE RETIRARON AL RINCÓN DE LA VERGÜENZA. Y YO SABÍA, YA ESTABA TODO DICHO CON ESE SILENCIO. EL SILENCIO DE SIEMPRE. (Pausa. Las luces se van apagando. La mujer habla muy despacio mientras vuelve a sentarse en la silla. Cuando acabe de hablar lo único que se verá en el escenario será la diapositiva de la chica asesinada) Luego las luces se fueron apagando y, entonces sí, el silencio dió paso al infierno. Al infierno de las verdades que no son transparentes.

FIN